Escuchábamos “Panorama” tumbados en un colchón en el suelo de aquella habitación oscura del Eixample barcelonés, con piano y olor a un centenar de cigarros consumidos. Era el verano del 2000, yo tenía un novio alcohólico, 19 años y aquellas canciones tan lánguidas y lluviosas casaban bien con ese ambiente entre sórdido y poético. Dicen que todo lo que escuchamos a cierta edad se queda para siempre en nosotros y, aunque para siempre es un absoluto muy serio, La Buena Vida me asaltó entonces y no se ha querido ir todavía. Yo tampoco hubiera dejado que lo hiciera.
Tras aquel verano seguí con hambre voraz todas sus novedades y revisé sus discos anteriores, que no eran tan grises como “Panorama” ni prometían historias de amor tan trágicas como la mía de aquellos meses. Al aceptar el reto de escribir sobre el que fue (y es y seguramente será siempre, ¡oh, esa palabra!) uno de mis grupos favoritos me pregunté por qué lo era. Mirando atrás creo ver que La Buena Vida era un viaje a otros mundos diferentes al mío: un deseo de escapar a un País Vasco que se me antojaba culto, elegante, suave y brillante en contraste con mi ciudad de extrarradio; un atajo a la vida adulta que estaba a punto de explotar; un lugar seguro donde la melancolía no molestaba y donde la alegría lucía vestidos bonitos de paseo por el Boulevard. Sus discos me acompañaron en los años decisivos de las primeras veces, las primeras veces de verdad, las que te marcan y te dicen “¡Eh! Así vas a ser de aquí a un tiempo”.
Llegué tarde a ellos pero me esforcé en recuperar el tiempo perdido. Un gran amigo y compañero de radio me regaló canciones e historias del Donosti Sound mientras yo adquiría todos los discos publicados y los que habrían de publicar, excepto “Viajes por países pequeños”, el ep que llegó tras la marcha de Irantzu que fue una decepción (aunque algunos fans llevaban años decepcionados ya) y que ahora compruebo que no compré, seguramente dolida por un single que no me ilusionaba.
Entre 2003 y 2006 les vi en directo muchas veces y si hubieran tocado en Barcelona una vez al mes no hubiera faltado a la cita. También fueron la excusa perfecta para visitar el Lemon Pop, el Contempopránea o, por supuesto, Donosti, con dos actuaciones en el Kursaal, la última un concierto que me resultó frío y premonitorio de la separación que anunciarían dos años y medio después. Seguramente sea demasiado espacio de tiempo para una premonición, pero si su concierto donostiarra del 2004 me pareció maravilloso y pasó a ser uno de los recuerdos musicales más bonitos de mi vida, en el del 2006 no me pareció ver al mismo grupo aunque lo fuese.
No aproveché demasiado las oportunidades que como periodista hubiera tenido de acercarme a ellos por lo que les entrevisté sólo una vez, en abril del 2004, durante la promoción de “Álbum”. Tocaron dos días en l’Espai, aquella sala en Travessera de Gràcia, y tras verles la primera noche volví la tarde siguiente para hablar con Irantzu y Pedro. Fue una conversación deliciosa a la que sumé el placer de escuchar parte de la prueba de sonido prácticamente sola, sentada en medio del teatro. Afuera me esperaba un coche para llevarme a uno de esos escenarios que prometían sus canciones: el mar brillante, el amor todavía intocable, la cadencia lenta de unas horas que pasan mientras imaginas que escapas de tu vulgar realidad. Seguro que escuchamos sus canciones enfilando las últimas curvas hasta nuestro hotel en la Costa Brava sin preguntarnos todavía qué nos iba a pasar.